María García despertó esa mañana completamente descansada. Había dormido muy bien. Unos rayos de luz que entraban en la habitación a través de la persiana, prometían un día radiante. Percibió el olor de la primavera que comenzaba, procedente de alguna ventana que la noche anterior habría olvidado cerrar. Se sintió afortunada. Y súbitamente tuvo el pensamiento de que ese día que comenzaba, era el más feliz de su vida.
Mientras se duchaba, todavía con ese pensamiento rondándole la cabeza, se sintió incómoda por un momento. Desde que había fallecido su madre, muchos años atrás, nunca se había sentido verdaderamente feliz. Se preguntó si la repentina felicidad que sentía esa mañana, significaba que estaba ya olvidándola. Tendría que reflexionar despacio sobre ello, pensó, pero decidió no hacerlo en ese momento. Hoy era un día muy especial, y quería disfrutarlo.
Terminada la ducha, se puso la bata y fue a la cocina a desayunar, como hacía todos los días. Removiendo distraídamente el café, recordó que en esa misma mesa había tenido que alimentar a su padre durante los últimos tres meses de su vida, tras el infarto cerebral que sufrió. Su padre había fallecido dos años antes, y desde entonces había desayunado sola todos los días.
El padre de María García murió pocas semanas después de que ella finalizase sus estudios en el Instituto. Un amigo de su padre, preocupado por la difícil situación económica que se le presentaba a María, le consiguió un trabajo de cajera en un supermercado cercano a su casa. Pronto solicitó María un traslado a otro centro de la misma cadena, situado a tres cuartos de hora en metro desde su casa, pues no podía soportar las miradas de lástima que invariablemente le dirigían sus conocidos del barrio; en especial, sus antiguas compañeras del Instituto, que interrumpían bruscamente sus risas cada vez que se encontraban con María sentada en la caja del supermercado.
El trabajo de cajera le había gustado al principio, pero bien pronto había comenzado a aburrirle soberanamente. Había trabajado allí durante casi tres años. Hasta que la semana anterior, la suerte había decidido, por fin, decantarse a su favor.
Según se vestía ese día en el dormitorio, fue consciente de que, por primera vez en mucho tiempo, no tendría que cambiarse de ropa al llegar al trabajo, ni usar el uniforme azul que tan poco le gustaba. Esta idea le hizo sentir, de nuevo, que hoy era el día más feliz de su vida.
Hoy lunes comenzaba en su nuevo trabajo, el segundo que iba a tener a sus veinte años de edad. Le había llegado la oportunidad de una forma inesperada. Apenas tres meses antes, mientras realizaba uno de sus interminables viajes en metro, tuvo la feliz idea de escribir una carta a una revista literaria que compraba todas las semanas, para sugerirles el nombre de un autor que le gustaba. Esta primera carta dio lugar a que comenzara un contacto fluido entre ella y la empresa editora de la revista, de la cual terminó recibiendo una oferta de trabajo, que aceptó encantada.
La editorial no estaba lejos de su casa. Había decidido que haría el trayecto en bicicleta todos los días que no lloviera, pues estaba harta del metro y, además, le apetecía hacer ejercicio. Se había comprado una bicicleta, que esa mañana iba a estrenar. Este primer día de trabajo había sido citada a las once de la mañana, y no había tenido que madrugar. Hoy le sonreía la suerte hasta en los pequeños detalles.
María salió de su casa con tiempo más que suficiente. No quería llegar tarde. Le agradó recibir en su cara el aire todavía fresco de la mañana, cuando la bicicleta echó a rodar; y otra vez tuvo la sensación de ser completamente feliz. El trayecto de ida, descendente en su mayor parte, resultaba muy cómodo de hacer en bicicleta; otra cosa sería la vuelta a casa por la tarde, pensó. Diez minutos más tarde tenía ya a la vista el edificio de la editorial. Desde la distancia, se fijó en él y se preguntó detrás cuál de todas aquellas ventanas estaría sentada dentro de un rato. Giró a la derecha para salir de la avenida por la que circulaba... y percibió entonces una sombra oscura que se abalanzaba hacia ella. Buscó esa sombra con la mirada, y advirtió, aterrada, que había entrado en el carril-bus, y se encontraba frente a un autobús que se le echaba encima. Supo que el impacto era inevitable, e inmediato. En un fogonazo de lucidez, le asaltó el mismo pensamiento que le había estado rondado durante toda la mañana, y sintió que se le helaba la sangre al comprender que había estado en lo cierto, que aquél había sido el día más feliz de su vida. Un instante después, María García estaba muerta.